No se piense que la pintura anda flaca y mucho menos muerta mientras aparezcan personas que finquen su compromiso vital sobre esta pasión; por lo visual. La construcción de las imágenes, desde los huesos de la composición a la carne del colorido exige de una sabiduría difícil de lograr y larga de digerir. Todo lo que toca la pintura registra armonías históricas que fugazmente vuelven a la vida. Aquí, en los cuadros de Dorotea, suenan los huesos de Henry Moore y Graham Sutherlans, de Odilon Redon y Louise Nevelson, pero también de su padre el arquitecto. Todo lo carga la pintura cuan ésta se echa a andar; tarea tan ardua como levantar a Lázaro, pero cuando sucede igual de milagrosa. Yo he visto parte del camino de Dorotea y posiblemente algo tenga que ver con ese recorrido, aunque en el arte, como en la vida, cada quien camina solo y a su paso. Sus pájaros surgen del volátil tejido de sus recuerdos, mientras que sus grandes cabezas esotéricas se asoman como bolas mágicas premonitorias del porvenir. Dorotea pinta: prieto y blanco, hueso y carne, exiguo y pleno, pasado y futuro. Equilibrio a dos tiempos que es esencial para mantener el paso y seguir creciendo en la difícil labor de pintar.
Luis Argudín
Septiembre 2001